Una semana en el Transiberiano


3 de julio de 1999

El tiempo comienza a tener otra dimensión. Las cosas que hacemos vienen casi por sí solas. No hay prisa, me lo debo repetir. Los trenes, además de gustarme, me ofrecen tranquilidad. Me agrada sobre todo el traqueteo, el deslizarse del paisaje tras los cristales.

Hace mucho calor durante el día. Los chinos con los que compartimos el departamento se sienten libres para, con toda naturalidad y un rastro de ingenuidad, indagar y curiosear en nuestras pertenencias y en cualquier detalle relacionado con nosotros.
Leo Demonios, de Dostoievski.

Paramos en Novosibirsk; habría sido interesante detenerse aquí. Alberto sube cargado de pasta y yogures. Es de noche. Me viene a la memoria una día, era yo muy pequeña, en que viví el atropello de una persona por un tren, creo que era en Cercedilla, o tal vez Villalba; esto, unido a la costumbre de mi padre, ferroviario, de bajarse en todas las estaciones y de la preocupación que esto causaba en mi madre (al menos así lo percibía yo), me dejó un eventual sentimiento de sobresalto ante la posibilidad de que alguien cercano se quede en la estación y pierda el tren; es un sentimiento absurdo, siempre se puede coger el tren siguiente, pero sin embargo forma parte de esos recuerdos infantiles que aparecen una y otra vez como desazones imposibles de ahuyentar.

Shasha es uno de los encargados de nuestro vagón. Rubio, ojos azules, robusto, totalmente eslavo Me encanta cómo sonríe y cómo me abre la puerta del servicio; me gusta cuando pasa el aspirador por el suelo del vagón y la soltura con la que le pasea por los alféizares de las ventanas. ¿Qué sucedería si en una de esas ocasiones en que le estoy comprando chocolate, mientras se aclara con las cuentas (un poco torpón sí es) le doy un empujón, cierro la puerta y… Lo mismo me deportaban por agresión a un funcionario.



La taiga, bosques de abedules, pinos y abetos sobre pequeñas lomas que se suceden entre claros verdes salpicados de flores blancas y amarillas. Abedules y más abedules, erguidos unos, caídos otros, quemados.

Aquí está mi Shasha pasando el aspirador. Muy serio él, muy ruso, casi soviético en su trabajo. Miguita a miguita, concentrándose bien. Los chinos, aunque también, al menos teóricamente, sean comunistas, no tienen nada que ver con mi Shasha, lo dejan todo revuelto, tirado, desordenado. En cambio mi Shasha no deja miguita, apaga el cigarro cuando sale de su chiringuito a abrirme la puerta del baño, utiliza la calculadora concienzudamente y cobra 4,20 por el agua mineral y no 5 como su compañero del bigote.

Llegamos a Harbin y decidimos continuar hasta Changchung. Ayer se nos fue el tiempo en trámites de fronteras. Shasha no pasó el aspirador, no le dio tiempo, y Han y Piao se pasaron el día y parte de la noche decidiendo si se acostaban juntitos y apretaditos o no; Han insistiendo y Piao con los problemas de siempre, el rubor, la inseguridad, demasiada gente, demasiada luz… Al final nada.
El cielo está completamente cubierto, llovizna.


Alberto plantea seguir hasta Pekín. No, es empezar a correr como tantas veces en Iberoamérica en que decíamos: “Mira, tenemos un autobús ahora” y, sin pensarlo más, lo cogíamos.
Harbin, Casas de adobe en las afueras. La gente entre el barro y el agua. Todo está mojado, agua y barro por todas partes. Hay una luz suave y agradable.

Hablé con Shasha. Fue en el andén de Harbin después de despedirnos de Han, Piao y el resto de compañeros de viaje. Cuando me dirigí a él me sorprendió con una enorme y hermosa sonrisa que provocó en mí otra con un gustillo especial, algo parecido a lo que se siente después de un esfuerzo estimulante por conseguir algo que en realidad no tiene importancia por sí mismo, sino por el camino recorrido. Le pedí permiso para hacerle una foto en su cuarto y, cuando subimos al tren me instó a que esperara un momento. Salió de su habitación peinado, con corbata y cara de satisfacción, guapísimo. Empezó a retirar todo lo que había en la mesa, tuve que detenerle y pedirle que dejara al menos un vaso y la fotografía de un icono, y se colocó en su asiento con cara de ferroviario responsable. Estaba muy serio y tuve que reírme detrás de la cámara para arrancarle una sonrisa. Justo antes de llegar a Changchung pasó el aspirador al vagón. Nos despedimos con un saludo respetuoso, un apretón de manos y una sonrisa.



Alberto:
Esto no es más que un antiguo ten de largo recorrido, de lso que salían de Atocha veinte años atrás. Sólo le diferencian los chorretones, el calor extremo. Un tironcito y ya, ni un revisor, ni empleado; el mito, plof, plof, desinflado. Siete días por medio. Recuerdo que hace años soñé varias veces con este viaje, largas horas de tren acompañado de lectura, de lentas horas frente al paisaje plano de Siberia, leer, dormitar, pensar, recordar. Uno se vuelve con el tiempo menos romántico, mira curioso los sueños de entonces como si aquello hubiera sido soñado por otra persona.
Los chinos se habían dormido y la débil luz a la cabecera de mi litera alumbraba las primeras páginas de Un héroe de nuestro tiempo, de Lermontov. El silencio del vagón invitaba a dejar vagar las ideas de un lado para otro. Estábamos en Asia, pero la idea no me decía gran cosa, me sentía a gusto, relajado, había disfrutado de un ocio inusitado durante todo el día. Ocio que entretuve en leer y jugar al ajedrez.
Es menuda y sus ojos son negros y expresivos. Ambos están ahí, ella, de espaldas, mira el paisaje. Le susurro, les hago señas para que entren, ella señala a los extremos del pasillo (la gente...). Mi timidez me corta, no me deja insistir o tomarla levemente por el brazo. Li Piao se apea en Harbin. Se sienta enfrente, sonríe deliciosamente, le toco el dedo de la mano con la yema del índice. Disfruto de ese tierno descaro. Mirar, observar, rozar: el arte de la contención.





Mario, Delhi:
Vago por las calles de Delhi con desgana, alguien me habla y yo respondo serio, triste -from Spain- y sigo andando sin dar pie a conversación alguna.




Guille, El Chorrillo:
Fin a Arendt (Crisis de la república)


Mario, Mathura:
En la habitación, en Mathura, veo mis próximos días, mis próximos dos meses solitarios con vértigo. En la mezquita se oye un canto y una salamandra me hace compañía pegada al techo, inmóvil. Soy como un niño en este país de pobres. Cada persona que encuentro, muchas veces menores que yo, ha acumulado una sabiduría de supervivencia de la que yo carezco completamente. La vida no es un juego, es una lucha. El viajar también es una lucha, una lucha contra los ideales establecidos, contra...

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