Huangshan





24 de julio de 1999

Un día de descanso después de haber subido a Huangshan Mountain. La única montaña cerrada durante la noche que conozco. Abrieron a las seis. Una invasión de chinos cruzó las puertas junto con nosotros. El camino está formado por infinitos escalones tallados en la roca que imprevisiblemente no restan belleza al lugar; mil metros de desnivel tuvimos que bajar escalón a escalón exhaustos y con las piernas temblando. El paraje es de una belleza extraordinaria, pero hay demasiada gente.

Hoy un no hacer nada hasta coger el tren, sin reserva de asiento, hacia Guilin. Me estoy acomodando a la vida fácil y me van a pillar un poco desprevenida las incomodidades. Lo que más me mosquea es el peso, no llevamos mucho pero mi espalda se resiente en seguida.

Contraste entre los personajes de Una taberna, de Lu Xun: la apatía que llega a convertirse en desánimo teñido de tristeza, la percepción de una existencia vivificante emanada de las cosas sencillas y amables como la nieve sobre las flores, un vaso de vino y, quizá, la distancia de alguien que ha dejado de vibrar ante situaciones emocionales como la muerte, el paso del tiempo, la injusticia, la enfermedad.

Una mirada al mapa de China nos avisa de que tal vez el tiempo no dé para todo lo que queramos, parece inevitable hacer planes y la tentación de correr acecha. Siempre lo mismo.





Alberto: Dos cadáveres en la carretera. Lívidos, parecían maquillados, la larga herida que cruzaba la cara de uno de ellos parecía un mal trabajo de atrezzo teatral. Una multitud se congregaba alrededor de los cadáveres mirando curiosa, junto a los dos automóviles panza arriba, el espectáculo de los muertos. Conversación tranquila en la velocidad de la autovía, algo como una aparición frente al coche, frenos, movimientos bruscos, uno, dos segundos, un fuerte estruendo de chatarra, vidrios rotos: ya eres cadáver allí tirado en la carretera, blanco, lívido, materia de espectáculo público gratuito.
Huangshan city. Todavía las piernas acusan los miles de peldaños de ayer.


Mario, Calcuta: Mi vida se encuentra en un ascender continuo, diversas partes de mí van subiendo escalones, pasito a pasito, pasazo a pasazo voy caminando en busca de unificar a todos esos seres que soy yo. Me siento como principiante, como eterno alumno, como observador de las gentes y tomador de apuntes y que, con las semillas de cada uno de los que me rodean, voy enriqueciéndome.

Lucía, El Chorrillo: Necesito un cambio. Parte de lo que me rodea lo siento como perteneciente a un pasado, un poco seco y algo podrido para vivirlo como presente. Así que ahora estoy en un estado un tanto peculiar, bastante callada y pensativa, pero con ganas de avanzar y sentirme mejor conmigo misma.

Quique, El Chorrillo: El Chorrillo está en silencio, Lucía se mueve por la casa habitándola, activándola. Abre puertas, grifos, me llama. Si espero un rato sin contestar haré que asome la cabeza por la puerta. Todo calla, el piano también -"mi madre sólo toca el piano cuando está sola"-. Mi táctica no funciona, tendré que dejar el cuaderno, levantarme y salir a buscarla, hace rato que no la oigo. La veo tras los cristales de la biblioteca, recoge la ropa tendida en la parcela. Es un día muy claro, los sauces recortan sobre ella polígonos irregulares de colores, como si perteneciera a una vidriera gótica. Como Judith con su Holofernes apoyada sobre la cintura estrecha, piernas arqueadas, el vientre prominente, la cabeza pequeña, como la mujer gótica.

Mario, Calcuta: Cuando te ofrecen estar con niñas de dieciséis años por 300 rupias y se disponen a regatear como si se tratar de vestidos de segunda mano, cuando andando por la calle notas que alguien se te agarra a la pierna pidiéndote limosna, uno no sabe cómo sentirse, se le cae el alma al suelo y cuesta recoger los pedacitos.

Hangzhou




21 de julio de 1999

Calor, calor, calor. Y humedad. De vez en cuando una brisa suave renueva los ánimos. Estamos sentados frente al lago. La gente se reúne para jugar a las cartas o a las damas. Una mujer está sentada junto a una de las mesas de piedra; va vestida miserablemente y tiene un aspecto sucio, es joven, su dentadura amarilla e incompleta destaca sobre un rostro cobrizo. Mira a su alrededor, mordisquea algo que lleva en una bolsa y de vez en cuando sonríe. Nadie se sienta a su mesa, a pesar de que las demás están todas ocupadas. Lía y deslía una bolsa de plástico, se pone seria, parece a punto de llorar y, de pronto, sonríe.




Alberto:
"Pero por qué se pone uste de rodillas?" "Pues porque al despedirme del mundo quiero, en su persona, despedirme también de mi pasado... Me postro de rodillas ante todo lo que hubo de bello en mi vida, lo beso y le doy las gracias" (Dostoievski. Demonios)

Hay momentos en que tengo especial necesidad de cuidar a esta persona que tengo a mi lado.



Mario, Calcuta:
El crecimiento de Knetch en El juego de abalorios, su aprendizaje, se mezclan con una ansiedad por experimentar lo mismo. Juego a verme viviendo esas primeras lecciones de meditación con mi flauta imaginando sonidos y danzas. Recreo a sus personajes con rasgos indios.




Guille, Cork:
Azúa: "... más tarde he podido comprobar la función destructiva de bailes, meriendas y excursiones, gracias a uno de los pocos libros científicos que he leído, en el que se describe minuciosamente el efecto nocivo de tales aficiones sobre el protagonista -llamado Marcel- y algunos personajes emblemáticos (una princesa, una abuela, un noble bretón, un judío que se casa con una ramera, etc.), todos ellos conducidos lentamente a la más severa abyección por tomarse en serio tales distracciones".



Suzhou, Dostoievski, Lu Xun



18 de julio de 1999

A Suzhou la llaman la Venecia de Asia porque hay algunos canales, no más. Lo mejor, los jardines con sus estanques y sus puentes. A Alberto le sugieren la posibilidad de un riachuelo en nuestra parcela.


Volviendo al tema de mis “depres”, hay ocasiones en que se da en ellas un regodeo en mis actitudes negativas y en mi debilidad.


Lo que yo veo cuando me miro al espejo no es lo mismo que veo cuando me imagino a mí misma, veo en el espejo a alguien mayor que no se corresponde con la visión interior que tengo de mí.


En el trayecto entre Nanjin y Suzhou termino con Dostoievski y sus Demonios. Un antirrevolucionario que escarba en el espíritu humano como el personaje de Demonios puede llegar a conclusiones similares a las de un revolucionario. Me encantan los retratos femeninos de Dostoievski, son generosas, de mirada amplia y en nada sentimentales ni débiles (excepto Julia). Un par de personajes me enamoran: Kirilov y Stavrogin, siento admiración hacia ambos. Stavrogin no es un ruin desalmado, lo que pasa es que no se engaña ante la vida, y su nihilismo atrae, como el vacío a quien está a la orilla de un precipicio, a los que le rodean, Kirilov llega al suicidio como un mártir-salvador del hombre partiendo de la idea de que no hay libertad humana si hay Dios: “Si Dios existe, toda la voluntad es suya y yo no puedo escapar a su voluntad. Si no existe, toda la voluntad es mía y yo estoy obligado a mostrar mi libre albedrío.”


Me gusta la sencillez de algunos de los relatos de Lu Xun, en concreto Mañana; es emocionante, unas poquitas páginas que me absorbieron y casi me hicieron llorar ¡Qué ternura en el personaje Axu! También Kung-Yichi por el duro realismo de las relaciones entre los personajes.



Alberto:
Una joya los jardines: las rocallas, los estanques, los puentes, los pasadizos entre el agua. Ya pensé nada más comprar nuestra casa un río que recorriá transversalmente la mitad sur de la parcela. Con el tiempo aquella idea perdió fuerza, con la visita a los jardines de Suzhou, resucita una idea mayor. Aquello era una reproducción de la naturaleza, ésta es una adaptación de la maturaleza a la estética y a las necesidades del hombre.

Pekín . Nanji



13 de julio de 1999

Ayer volvimos de un maratoniano recorrido por la ciudad, estaba cansada, pero sobre todo me sentía mal, la palabra que me venía a los labios para precisar mi estado de ánimo era: disminuida. Algún tinte irónico, unas argumentaciones abrumadoras, me dejan siempre en una situación entre humillada y rabiosa.


No sé si poco a poco las cosas vuelven a su cauce o si es mi instinto de supervivencia el que me lleva a serenarme e, incluso, a sentirme más optimista.


Tuvimos que utilizar un viaje organizado para ir a las tumbas Ming. Divertidísimo. El autobús nos deja cerca de la zona de las tumbas, pero en una joyería, con la intención de todos conocida. La atravesamos y nos dirigimos a la entrada del recinto, bastante alejada, bajo un sol de justicia. Nos cobran, pasamos formando parte del gentío. El pequeñísimo museo es imposible verlo, multitudes ante las vitrinas. Seguimos al palacio subterráneo, flechas y más flechas canalizan a la muchedumbre para que no pueda escapar de lo que se le avecina. Llegamos, una larga cola entre barrotes termina en un tropel que puja por entrar. Seguimos a unos soldados que, muy avispados ellos, se meten por entre las barras. En la puerta, empujones, gritos, inclusive una pelea a puñetazo limpio entre una chavala y los vigilantes. Conseguimos entrar, lo que nos espera a toda esta aglomeración de chinos y ocho o nueve occidentales son tres pisos de bajada (que luego habrá que subir), escaleras desnudas, sin un entorno que recuerde dónde estamos, hasta llegar a tres salas; en ellas, dos grandes losas, dos tronos, dos vasijas, cuatro velas, unas misteriosas cajas enormes de contenido desconocido y billetes arrojados por la gente, no sabemos si para pedir un milagro o para aportar algo a ver si así decoran la entrada o ponen unas florecitas. Tomadura de pelo. Fraude total. Calor aplastante. Cerca del hotel nos cobran cuatrocientas pesetas por un kilo de lichis y no sólo las pagamos, sino que repetimos la novatada con medio kilo de ciruelas; cuando nos damos cuenta y volvemos, nos preguntan si queremos otro medio kilo ¿Es nuestro primer viaje o qué?




Me quedo dormida con los Cuentos de Canterbury pegados a la nariz. Cansancio después del recorrido por la Gran Muralla y la Ciudad Perdida. He perdido la fluidez de la escritura que tenía en el viaje a Sudamérica.


Camino hacia Nanji
Las azafatas del tren, vestidas de punta en blanco, contrastan con el ambiente mucho más humano del vagón. La gente juega a las cartas, lee, dibuja, duerme en el suelo; un hombre hace gimnasia, alguno canta. Enfrente de Alberto una chinita de rostro original, como escapada de una antigua pintura china, charlatana, coqueta y curiosa, tan pronto se interesa por el ajedrez como por el aprendizaje del español o por mi vecino de la derecha, de cara redondita y simpática ¿Qué tendrá en su bolsa de mano? La lleva agarrada y bien agarrada. A su lado una pareja de rasgos mongoles intenta dormir, ella se enfada como una niña cuando algo la despierta.
Temprano atravesamos el Yangtse.




Alberto:
Victoria está frente a mí tomando un té frío. Está en baja, como yo; dice que se siente disminuida. Creo que pasamos demasiadas horas juntos. Se masca en el ambiente una incómoda tensión que viene tanto de nosotros mismos como de nuestra relación. La cuestión de la irresoluta soledad del ser humano. Uno siente la debilidad del otro, el otro se ve descubierto/observado en su intimidad, en un desliz que no le favorece, y ambos, aparentando no darse por enterados de lo que está sucediendo, hacen un esfuerzo de aproximación en el que fracasan sin remedio.



Guille, El Chorrillo:
Maravillosas tres páginas de Pavese_ "El nombre". Bourdieu: "El mundo jerarquizado y jerarquizante de las obras culturales.
Quique viene a casa, trae comida, el correo, llega, cocina, y todavía quiere fregar los platos: estoy pensando proponerle que se venga conmigo a Cork y deje aquí a lucía, pero creo que no cuela.




Lucía, El Chorrillo:
Si esta noche sentisteis que algo, tal vez un fenómeno extraño, interrumpió vuestro plácido sueño, tranquilos, maldecid o alegraos por ello, porque fui yo, que ahora mismo os hablo de Los Chorrillos del oro.




Mario, Varanasi: ¿Qué es eso de mojarnos, empaparnos en otras vidas humanas y después ir secándonos hasta perder el olor, el sabor y la forma de aquello que en un momento quisimos tan profundamente?


Primeros días en China


10 de julio de 1999

No escribí nada en Changchun. Tengo recuerdos aislados pero muy precisos. La dificultad al cruzar las calles abarrotadas de vehículos y bicicletas bajo la lluvia. Llovía y llovía. Un insólito hotel mezcolanza de diferentes estilos, decoración recargada y desmedida, una sauna móvil e inestable a la que poco le faltó para rodar por el suelo con nosotros dos dentro. De allí viajamos a Shenyang.



Viajamos en tren, es divertido sacar los billetes. Todos los letreros están en grafía china, necesitamos, mapa en mano, que alguien la traslade a la grafía occidental.

Hoy es mi cumple. Casi inconscientemente pienso en mi edad, aflora en mí un escalofrío de angustia unido a un cierto estupor, pero en realidad me da lo mismo. Además no tengo de qué quejarme.

Fiesta en una habitación pequeñita y extremadamente sencilla, fiesta íntima, privada, personal.
¿Tendré tiempo aún para descubrir algo más sobre mí cuerpo? Llegado es ya, más que de sobra, el momento de que mi cuerpo sea mío. Conocerlo del todo, en sus recovecos, sus suavidades, sus asperezas. Sentir el pulgar del pie derecho, la suavidad del culo, los hombros, las axilas, la tripita… Tantas partes de mi cuerpo que no reconozco, las yemas de mis dedos, sentirlas a ellas cuando toco otro cuerpo y cuando el otro las roza.

Después celebramos mi cumpleaños con una cena comprada en el restaurante de enfrente, mangos y té.



Alberto:
Pienso en la mujer Li Piao. Me convenzo de que lo que realmente he venido a ver en estos países son rostros, rostros de mujeres, de niños, de viejos, de hombres. Me encuentro en el camino el rostro de Valentina y su hija Irina, otro mundo precioso que representa quizás a otros muchos millones que pueblan este planeta. Hay una palabra hoy para toda esta gente: ternura, un concepto relevante que debería tratar de recrear aislado del conjunto global de las sensaciones.


Mario, Varanasi:
En una larga noche de insomnio, de mosquitos y de sueños extraños empapados de sudor y aire cálido, decidí, una vez en Varanasi, pasar buena parte de mi viaje leyendo, estudiando esa inmensa amalgama de sentimientos, visiones, religiones y paisajes. Quiero descentralizar la cultura que llevo dentro.
A los indios les interesa la vida sexual de los europeos, te preguntan cuántas te has tirado y yo, fiel al ideal europeo, miento.
Benarés, nunca despiertes, quédate en la infinita hora del levante, saca a pasear tus barcas eternamente y yace como las aguas que te recorren.




Una semana en el Transiberiano


3 de julio de 1999

El tiempo comienza a tener otra dimensión. Las cosas que hacemos vienen casi por sí solas. No hay prisa, me lo debo repetir. Los trenes, además de gustarme, me ofrecen tranquilidad. Me agrada sobre todo el traqueteo, el deslizarse del paisaje tras los cristales.

Hace mucho calor durante el día. Los chinos con los que compartimos el departamento se sienten libres para, con toda naturalidad y un rastro de ingenuidad, indagar y curiosear en nuestras pertenencias y en cualquier detalle relacionado con nosotros.
Leo Demonios, de Dostoievski.

Paramos en Novosibirsk; habría sido interesante detenerse aquí. Alberto sube cargado de pasta y yogures. Es de noche. Me viene a la memoria una día, era yo muy pequeña, en que viví el atropello de una persona por un tren, creo que era en Cercedilla, o tal vez Villalba; esto, unido a la costumbre de mi padre, ferroviario, de bajarse en todas las estaciones y de la preocupación que esto causaba en mi madre (al menos así lo percibía yo), me dejó un eventual sentimiento de sobresalto ante la posibilidad de que alguien cercano se quede en la estación y pierda el tren; es un sentimiento absurdo, siempre se puede coger el tren siguiente, pero sin embargo forma parte de esos recuerdos infantiles que aparecen una y otra vez como desazones imposibles de ahuyentar.

Shasha es uno de los encargados de nuestro vagón. Rubio, ojos azules, robusto, totalmente eslavo Me encanta cómo sonríe y cómo me abre la puerta del servicio; me gusta cuando pasa el aspirador por el suelo del vagón y la soltura con la que le pasea por los alféizares de las ventanas. ¿Qué sucedería si en una de esas ocasiones en que le estoy comprando chocolate, mientras se aclara con las cuentas (un poco torpón sí es) le doy un empujón, cierro la puerta y… Lo mismo me deportaban por agresión a un funcionario.



La taiga, bosques de abedules, pinos y abetos sobre pequeñas lomas que se suceden entre claros verdes salpicados de flores blancas y amarillas. Abedules y más abedules, erguidos unos, caídos otros, quemados.

Aquí está mi Shasha pasando el aspirador. Muy serio él, muy ruso, casi soviético en su trabajo. Miguita a miguita, concentrándose bien. Los chinos, aunque también, al menos teóricamente, sean comunistas, no tienen nada que ver con mi Shasha, lo dejan todo revuelto, tirado, desordenado. En cambio mi Shasha no deja miguita, apaga el cigarro cuando sale de su chiringuito a abrirme la puerta del baño, utiliza la calculadora concienzudamente y cobra 4,20 por el agua mineral y no 5 como su compañero del bigote.

Llegamos a Harbin y decidimos continuar hasta Changchung. Ayer se nos fue el tiempo en trámites de fronteras. Shasha no pasó el aspirador, no le dio tiempo, y Han y Piao se pasaron el día y parte de la noche decidiendo si se acostaban juntitos y apretaditos o no; Han insistiendo y Piao con los problemas de siempre, el rubor, la inseguridad, demasiada gente, demasiada luz… Al final nada.
El cielo está completamente cubierto, llovizna.


Alberto plantea seguir hasta Pekín. No, es empezar a correr como tantas veces en Iberoamérica en que decíamos: “Mira, tenemos un autobús ahora” y, sin pensarlo más, lo cogíamos.
Harbin, Casas de adobe en las afueras. La gente entre el barro y el agua. Todo está mojado, agua y barro por todas partes. Hay una luz suave y agradable.

Hablé con Shasha. Fue en el andén de Harbin después de despedirnos de Han, Piao y el resto de compañeros de viaje. Cuando me dirigí a él me sorprendió con una enorme y hermosa sonrisa que provocó en mí otra con un gustillo especial, algo parecido a lo que se siente después de un esfuerzo estimulante por conseguir algo que en realidad no tiene importancia por sí mismo, sino por el camino recorrido. Le pedí permiso para hacerle una foto en su cuarto y, cuando subimos al tren me instó a que esperara un momento. Salió de su habitación peinado, con corbata y cara de satisfacción, guapísimo. Empezó a retirar todo lo que había en la mesa, tuve que detenerle y pedirle que dejara al menos un vaso y la fotografía de un icono, y se colocó en su asiento con cara de ferroviario responsable. Estaba muy serio y tuve que reírme detrás de la cámara para arrancarle una sonrisa. Justo antes de llegar a Changchung pasó el aspirador al vagón. Nos despedimos con un saludo respetuoso, un apretón de manos y una sonrisa.



Alberto:
Esto no es más que un antiguo ten de largo recorrido, de lso que salían de Atocha veinte años atrás. Sólo le diferencian los chorretones, el calor extremo. Un tironcito y ya, ni un revisor, ni empleado; el mito, plof, plof, desinflado. Siete días por medio. Recuerdo que hace años soñé varias veces con este viaje, largas horas de tren acompañado de lectura, de lentas horas frente al paisaje plano de Siberia, leer, dormitar, pensar, recordar. Uno se vuelve con el tiempo menos romántico, mira curioso los sueños de entonces como si aquello hubiera sido soñado por otra persona.
Los chinos se habían dormido y la débil luz a la cabecera de mi litera alumbraba las primeras páginas de Un héroe de nuestro tiempo, de Lermontov. El silencio del vagón invitaba a dejar vagar las ideas de un lado para otro. Estábamos en Asia, pero la idea no me decía gran cosa, me sentía a gusto, relajado, había disfrutado de un ocio inusitado durante todo el día. Ocio que entretuve en leer y jugar al ajedrez.
Es menuda y sus ojos son negros y expresivos. Ambos están ahí, ella, de espaldas, mira el paisaje. Le susurro, les hago señas para que entren, ella señala a los extremos del pasillo (la gente...). Mi timidez me corta, no me deja insistir o tomarla levemente por el brazo. Li Piao se apea en Harbin. Se sienta enfrente, sonríe deliciosamente, le toco el dedo de la mano con la yema del índice. Disfruto de ese tierno descaro. Mirar, observar, rozar: el arte de la contención.





Mario, Delhi:
Vago por las calles de Delhi con desgana, alguien me habla y yo respondo serio, triste -from Spain- y sigo andando sin dar pie a conversación alguna.




Guille, El Chorrillo:
Fin a Arendt (Crisis de la república)


Mario, Mathura:
En la habitación, en Mathura, veo mis próximos días, mis próximos dos meses solitarios con vértigo. En la mezquita se oye un canto y una salamandra me hace compañía pegada al techo, inmóvil. Soy como un niño en este país de pobres. Cada persona que encuentro, muchas veces menores que yo, ha acumulado una sabiduría de supervivencia de la que yo carezco completamente. La vida no es un juego, es una lucha. El viajar también es una lucha, una lucha contra los ideales establecidos, contra...